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IV

Hubo un momento en que estaba suspendido. Dentro de él sostenía la imagen de un niño abandonado en medio de una calle cualquiera, en una banqueta, mientras el mundo transcurría, mientras a lo lejos los golpes y el ruido de una discusión se ahogaban entre los gruesos muros y la habitual rutina del caos. De todos los recuerdos vertidos en esa imagen, el miedo, el terror de que todo caminara tan lento que no volviera el tiempo a su habitual marcha, porque había volteado hacia la copa de los árboles en busca de esa señal que anunciara un terrible sueño, para después despertar agitado pero al fin en cama, en casa, en su cuarto, y volver a dormir tranquilo, a salvo entre la noche y el silencio. Pero los árboles no lo ayudaron ese día, ni la mano de su hermana que lo conducía para cruzar la calle, para huir. Huir, desplazarse, caminar a prisa, el tiempo volvía a ser el mismo de siempre, otra vez alternando entre la confusión, el dolor de estómago que nunca se iría, y su madre persiguiéndolos, asustada, sollozando, pidiendo que se detuvieran. Poco pudo hacer frente a esta sensación, porque más que una imagen era una sensación, más allá del dolor de estómago, más allá del aislamiento, más allá de mirarla de frente y sentir que se estiraba el espacio entre ambos, más allá de todo lo que podía entender se encontraba esta sensación: pura, abstracta, intransferible. Podía observarle hablar y sus gestos eran los de siempre, su voz era la de siempre, sólo había cambiado el tono en que las frases eran expulsadas: ahora la ternura había sido reemplazada por desesperación. ¿No era muy pronto para la desesperación?, pensaba,  aunque quizás sí: después de todo habían lanzado gasolina a una flama que prometía nunca dejarlos a obscuras, que prometía nunca cegarlos, haciendo que se enamorasen una y otra vez y sentir de nuevo, pero aquello explotó como es debido, con esa urgencia que tienen los combustibles por arder; no era muy pronto, pensaba, cuatro meses son muy poco y quizás ella tenía razón: nunca es para tanto. Pudo detenerse en esa conversación lo suficiente para repetir aquella calle y aquellos árboles y aquel abandono que detonaba su dolor de estómago, pudo detenerse y así lo hizo, pudo porque la razón de detenerse era sólo contemplar el origen, y entonces pasó un año mirando detenidamente los gestos de ella y sus palabras, y pretendió discernir para aliviarse:
—Siempre que decido algo jamás pienso detractarme, no cambiaré de parecer

¿Qué ha decidido? Siempre sus desiciones tienen la vocación del impulso, ¿por qué? El impulso no requiere de contrastes: es unívoco, en todo caso directo, sin filtros: la elección siempre es de quien no tiene opositores. El sustantivo que más acompaña a este talante es ‘libertad’, y es usado como estandarte, como sinónimo del viento: no es más que la máscara ornamentada detrás de la que se esconde el profundo miedo al compromiso. Él piensa en los miedos de ella, en esas manos al rededor de su cuello que la persiguen sin más marcas que la de jamás entregarse por completo, y la comprende. Él sabe que ella no lo abandona, no lo deja en medio de una calle cualquiera, no lo deja a su suerte en medio de un camellón junto a los árboles; él espera que ella lo comprenda.

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